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jueves, 20 de agosto de 2009

La Reina de la comparsa

El alegrón que yo sentí al ver a La Gringa despedaza en el orgullo fue similar al del día que me tomé dos jarras de clericó en La Perla, en pleno veraneo con mi amiga Noemí, la modista.

Juro que me calcé una corona imaginaria y hasta me vi subida a la carroza, moviendo en cámara lenta la mano, como saludan las reinas de la comparsa.
Quería serpentinas y papel picado para tirar por el Salón, y una espuma de carnaval para llenarle la cara a mi competidora.

Sentía la espalda ancha como la de Meolans, y hubiera sido capaz de cargar sobre mis hombros a la Betty y zarandearla entre la clientela.

La Gringa me miraba impávida, con los ojos cristalinos, a punto de llorar.
Como no soy mala mina, traté de disimular la sonrisa y esconder los dientes, y le dije: Perdoná el exabrupto. Ya fue. Vos dedicate a tu negocio y no te metas con el mío, tá?

Creí que lo había entendido, pero no.
A los veinte días, vi al pasar un cartelito en la puerta de la peluquería de La Gringa que decía: AHORA UÑAS ESCULPIDAS Y MUCHAS MAS NOVEDADES.

Lo mandé a Walter a que, con carpa, averiguara más datos sobre el asunto. Al ratito volvió, con cara de amargado, a darme la noticia. No eran sólo las uñas esculpidas, sino un sistema innovador para teñir las pestañas. Mi rival arremetía, sin importarle nuestro pacto tácito de mutuo respeto.

Sentí que la corona se me aflojaba y rodaba por mis pies. Estaba a punto de ser una reina destronada, arcaica y fuera de moda.

La única corona que ocupaba mis pensamientos fue la de flores, con una hermosa franja que la atravesaba diciendo: QEPD Peluquería La Gringa.

¡Y le hice la vendetta!



sábado, 8 de agosto de 2009

Knock Out

Los primeros seis meses, a contar desde el día en que La Gringa abrió sus puertas, fueron una lucha despiadada.

Antonio se ocupaba de hacerme publicidad entre sus clientas al mismo tiempo que criticaba las aptitudes de mi competidora. Todo esto en el marco del almacén, mientras envolvía cien gramos de jamón cocido o embolsaba un jabón en polvo.

- ¿Algo más Doña Alicia? - decía - ¡Qué bien le quedarían unos reflejitos en su pelo! Claro que si se los hace La Gringa, en lugar de mi vecina Ester, puede aparentar que lleva una peluca. ¡Válgame Dios! Lo importante que es tener una buena peluquera.

Y así con cada una. Claro que esto no fue gratis. Yo quedé esclavizada a comprar en su negocio, aún cuando abrieron un Supermercado con nombre francés que vendía bastante más barato que él.

Walter no respondía a mis sugerencias, pero su embobamiento con Betty lo convertía en alguien fácil ante sus pedidos. Ella iba y, mientras se enrulaba con el dedo un mechón de cabello, lo miraba a los ojos y le decía: ¿Waltercito, vos podrás repartir estos volantes de la pelu?
Y él salía disparado a empapelar el barrio con mis promociones. No tenía ningún problema en hacerlo inclusive frente a la puerta de la peluquería de La Gringa, que terminaba corriéndolo a escobazos.


Mientras que mi Betty tenía asistencia perfecta, su Cuca faltaba al menos una vez por semana. Siempre por culpa de su hijo, Brian, que estaba detenido en la comisaría o que terminaba apuñalado en la guardia de algún hospital.

Mirta era el único soldado que le quedaba, pero ella no podía con todo. Como era tímida, sólo repartía volantes sin decir nada, así que la mayoría de las veces presenciaba como sus papeles terminaban en el tacho de basura o diseminados por la avenida como en pleno carnaval.

Una tarde, después de casi doscientos días de pelea, La Gringa entró en mi peluquería. Tenía los ojos inyectados en sangre y los brazos sin gracia cayendo a ambos lados de su cuerpo. Arrastraba los pies con pereza y le costaba mirarme a los ojos. Finalmente me dijo:

- Che...Ester. Basta.

-¿Basta?¿Basta qué? - le pregunté haciéndome la que no entendía.

- Ganaste, no doy más. Sos más astuta que yo. Prometo atender a mis cuatro o cinco clientas sin querer robarte los tuyos.

- ¡Mi querida, qué bueno que te dieras cuenta! La diferencia entre vos y yo no es la astucia. Es que vos sos una mísera peluquera de barrio y yo soy estilista. ¿Entendés? Es-ti-lis-ta.

Eso que le dije fue como una piña en la mandíbula de La Gringa, que me miró desencajada desde el otro lado del mostrador.

Y yo... yo gané por knock out.


sábado, 1 de agosto de 2009

Enemigos y aliados

Como en toda guerra, no tardaron en aparecer enemigos y aliados.
Por suerte para mí, tuve más de los segundos.

El primero en unirse a mi tropa fue Antonio, el almacenero de al lado.
Supongo que por una cuestión de cercanía, de límites territoriales. El almacén de Antonio era como el Uruguay de Salón Biuti.

Enseguida se sumó Betty. Le propuse un sueldo decente para que se ocupara de la depilación y que en los ratos libres me diera una manito pasando la escoba o recargando el champú. Aceptó sin dudar y al día siguiente ya la tenía trabajando.

A Walter no le quedó otra que sumarse a mi equipo. Estaba enamorado de la Betty - como él la llamaba- y por más que ella lo hubiera rechazado en infinitas ocasiones, no perdía la esperanza de conquistar su corazón. Tenerlo de aliado me costó verlo en el negocio cuatro horas por día en su papel de galán de culebrón venezolano.

Con Mirta no pude. Seguía dolida por aquella vez en que le arruiné el protagonismo cuando llegué a su fiesta con el mismo vestido y con un acompañante al que ella le arrastraba el ala.
- Yo no sabía que andabas atrás de éste - le dije, pero no me volvió a hablar nunca más, ni aún después de que yo lo dejara para irme con Luis. No hubo caso, se quedó con la sangre en el ojo y se calzó una mirada de furia que utiliza cada vez que nos cruzamos.

Cuca se fue a trabajar con La Gringa. Cobraba menos que mi Betty y debo reconocer que no merecía ganar ni un peso más de lo que La Gringa le pagaba. Era una mujer sin aptitudes y su cara no la ayudaba para opacar sus carencias. En el barrio le atribuíamos su permanente gesto de amargura a Brian, su hijo. Vago, medio malandra y vividor, que andaba siempre al acecho de alguna mujer madura que le pagara los puchos y la birra.
Cuca odiaba a todos los que estábamos de la Avenida Independencia para acá porque en el último carnaval, cuando se apareció con el nene - como ella le decía - todos le cantamos: No le importa el trabajo, al hijo de Cuca. Y nos hizo la cruz.

En la azarosa repartija de soldaditos para la batalla, sin duda yo había sido beneficiada.
No voy a restarle mérito a mis dotes de estratega. Yo intuía quienes, a la larga, me iban a resultar beneficiosos en el camino al éxito.
Y no me equivoqué.

lunes, 27 de julio de 2009

La Gringa: Esa yegua competidora

Todos aprendemos a convivir con un enemigo. En mi caso, aprendí a convivir con La Gringa.

La Gringa es un mina de mi generación que acusa haber tenido una vida difícil y que se la pasa restregando su miseria a los habitantes del vecindario.

Cuando éramos amigas, hace más de veinte años, una vez le conté mi sueño de ser estilista (repitan todos: es-ti-lis-ta) y se me rió en la cara.

- ¿Peluquera? Eso no puede ser el sueño de nadie normal - me dijo


¡Ay, la bronca que me dio que de su boca escasa de piezas dentales saliera semejante burla!
Ella se daba el lujo de censurar mi sueño...¡ella que fantaseaba en blanco y negro y que lo máximo que aspiraba era la mugre de la alfombra!

Así que con tal de demostrarle que podía, me anoté en cuanto curso de cuafer había y fui enmarcando los certificados que se amontonaban en la repisa de mi pieza.

Después saqué un crédito para microemprendedores que daban en la Municipalidad, vendí el tapado de piel que había heredado de mi abuela y hasta el ciclomotor.

Abrí Salón Biuti, y ella se descompuso. Estuvo una semana sin ir al almacén de Antonio ( que en ese entonces estaba al lado de mi negocio) con tal de no pasar por la puerta.
La envidia la carcomía y yo disfrutaba mi logro como una madre primeriza.

Pero la yegua de La Gringa no se quedó tranquila.
Al mes, comencé a verla pasar por la vereda de mi peluquería cargando cuadernitos y bolsas con la marca de un auspiciante de tinturas y sospeché que algo se tramaba.

La muy zorra estaba tomando clases para ser mi competidora.
Al año y medio inauguró "La peluquería de La Gringa".

Ella cierra lunes y domingos.
Yo hace dieciocho años que abro los lunes.
No es porque no me haga falta descansar sino porque esta turra no se la va a llevar de arriba.

Estilista en mayúscula hay una sola. Y soy yo, Estercita.-
Guai el que diga lo contrario.

viernes, 24 de julio de 2009

Afilando las tijeras



Desde que tengo memoria soy estilista.
¡Es-ti-lis-ta! Suena lindo, pero nadie me llama así. Todos me dicen La Peluquera. Sí, con mayúsculas, porque nadie en el barrio domina las tijeras como yo.
¡Ay, si vieran como dejo esas cabelleras! Realmente hago magia.Domino la tintura de una faarma que al momento de pincelarla en los mechones de mis clientas me siento cual Boticcelli.

Eso no es nada, soy mejor todavía diseñando tocados o armando recogidos al estilo años cincuenta. Con decirles que hasta la hija del Intendente vino a mi salón de biuti cuando se casó.

Ese fue el día en que se me amplió la clientela y me fui para arriba como ascensor sin freno.Parece que todas sus amigas quedaron chochas con el arreglo floral y ella no tuvo mejor idea que recomendarme.

De a poco nos fuimos agrandando, el salón y yo. Yo porque ya tengo cuarenta y siete, y el salón porque ahora tiene un par de metros más y hasta sector de depilación.

Los sábados, mi salón de biuti sirve como punto de encuentro para las chichis del barrio. Acá se juntan todas y, en pleno uso irracional de sus lenguas y de sus tarjetas de crédito, entran a sacarle el cuero a más de una.

Y es ahí, mientras afilo mis tijeras, cuando empieza lo que más me gusta...

...el chusmerío.