Juro que me calcé una corona imaginaria y hasta me vi subida a la carroza, moviendo en cámara lenta la mano, como saludan las reinas de la comparsa.
Quería serpentinas y papel picado para tirar por el Salón, y una espuma de carnaval para llenarle la cara a mi competidora.
Sentía la espalda ancha como la de Meolans, y hubiera sido capaz de cargar sobre mis hombros a la Betty y zarandearla entre la clientela.
La Gringa me miraba impávida, con los ojos cristalinos, a punto de llorar.
Como no soy mala mina, traté de disimular la sonrisa y esconder los dientes, y le dije: Perdoná el exabrupto. Ya fue. Vos dedicate a tu negocio y no te metas con el mío, tá?
Creí que lo había entendido, pero no.
A los veinte días, vi al pasar un cartelito en la puerta de la peluquería de La Gringa que decía: AHORA UÑAS ESCULPIDAS Y MUCHAS MAS NOVEDADES.
Lo mandé a Walter a que, con carpa, averiguara más datos sobre el asunto. Al ratito volvió, con cara de amargado, a darme la noticia. No eran sólo las uñas esculpidas, sino un sistema innovador para teñir las pestañas. Mi rival arremetía, sin importarle nuestro pacto tácito de mutuo respeto.
Sentí que la corona se me aflojaba y rodaba por mis pies. Estaba a punto de ser una reina destronada, arcaica y fuera de moda.
La única corona que ocupaba mis pensamientos fue la de flores, con una hermosa franja que la atravesaba diciendo: QEPD Peluquería La Gringa.
¡Y le hice la vendetta!